viernes, 8 de agosto de 2014

El camino del arrepentimiento



El camino del arrepentimiento      

Volviendo en sí, dijo: «¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros”». Lucas 15.17–19

La parábola del hijo pródigo es una de las más bellas ilustraciones del amor misericordioso de Dios, en este caso desplegado hacia dos hijos que no entendían el corazón compasivo que tenía su padre. En el pasaje de hoy nos encontramos con el menor de estos hijos, sentado entre los cerdos, sucio, cansado, hambriento y olvidado por todos. Los tiempos de fiesta se han terminado y la desesperanza asoma por donde quiera que mire.
El pasaje nos dice que fue en este momento que el muchacho «volvió en sí». Es una expresión que bien podría aplicarse a quien estuvo anestesiado, durante una operación. Nos da a entender que durante un tiempo este muchacho no había estado consciente de lo que estaba aconteciendo en su vida. De hecho, esto es exactamente lo que hace el pecado con nosotros: adormece nuestros sentidos y no nos permite entender la necedad de nuestros caminos. El primer paso en el arrepentimiento viene cuando se produce en nosotros la recuperación de esta pérdida de conciencia. Repentinamente vemos lo errado que ha sido nuestro camino. La luz ilumina nuestro entendimiento entenebrecido y vemos las cosas con otros ojos. La realidad de la vida de este joven hablaba claramente de lo bajo que había caído al abandonar la casa de su padre.

En segundo lugar, el joven entendió que el camino hacia la recuperación era el que le llevaba indefectiblemente de vuelta a su casa, que el bien y la salud se encontraban en la relación con su padre. El arrepentimiento no sólo consiste en reconocer que el camino que hemos estado transitando es el equivocado, sino también en iniciar un nuevo viaje que nos lleva de vuelta a la comunión y la intimidad con Dios. Este viaje debe ponerle fin al silencio y la enajenación de nuestras vidas.

Es en el tercer paso, sin embargo, que detectamos un error en el pensar del muchacho. Elabora un plan para corregir su vida: «hazme como a uno de tus jornaleros». Es precisamente en este punto donde el arrepentimiento muchas veces se descarrilla. Reconocemos el mal que hemos hecho y nos acercamos al Padre, pero traemos, bajo el brazo, nuestro plan para arreglar lo que hemos hecho mal. Dios no necesita de nuestros proyectos, ni tampoco de nuestra ayuda para deshacer lo que hemos hecho. Él tiene sus propios métodos, que son eficaces y certeros. Nos basta con darle libertad para trabajar en nuestra vida. El Padre es la solución para todas nuestras dificultades. Necesitamos acercarnos a él, no para hablar, sino para escuchar. Si tenemos que hacer algo él seguramente lo mostrará. Si no nos dice nada, disfrutemos de los besos y abrazos que nos ofrece, sabiendo que en la casa de nuestro padre, siempre seremos bienvenidos.


Para pensar:

«El arrepentimiento y la fe son regalos que hemos recibido, no metas que hemos alcanzado». Anónimo.

Manuel Rivera

La oración de un siervo



La oración de un siervo  
  
Ahora pues, Jehová, Dios mío, tú me has hecho rey a mí, tu siervo, en lugar de David, mi padre. Yo soy joven y no sé cómo entrar ni salir. Tu siervo está en medio de tu pueblo, el que tú escogiste; un pueblo grande, que no se puede contar por su multitud incalculable. Concede, pues, a tu siervo un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo y discernir entre lo bueno y lo malo, pues ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan grande? 1 Reyes 3.7–9

Salomón era aún joven cuando se le apareció Jehová en sueños, diciendo: «Pide lo que quieras que yo te dé» (1 R 3.5). No dudamos de que podría haber pedido lo que quisiera y Dios se lo hubiera concedido, pues el Señor no es hombre para no cumplir con su Palabra. ¿Qué le hubiéramos pedido nosotros a Dios si nos hubiera hecho una oferta similar? La respuesta de Salomón no solamente impacta por la profundidad de su visión, sino que revela un marcado contraste con las peticiones mezquinas que tantas veces son el tema principal de nuestras propias oraciones. Bien podría servir como modelo para todos aquellos que tenemos responsabilidad en la casa de Dios.

En primer lugar, Salomón era conciente de que él no estaba en esa posición por el esfuerzo propio, ni tampoco lo ocupaba gracias a las cualidades que tenía como hombre. El rey sabía que era Dios el que lo había escogido y puesto por rey.

En segundo lugar, Salomón era absolutamente conciente de que carecía de capacidad para cumplir con la tarea que tenía por delante: «yo soy joven y no sé cómo entrar ni salir». ¡Qué refrescante es encontrarnos con alguien que honestamente confiesa sus limitaciones y reconoce su falta de experiencia para realizar un ministerio! Bien sabemos que nuestras debilidades son el medio principal por el cual se expresa la gracia de Dios. Sin embargo dedicamos mucho esfuerzo a esconderlas o disimularlas.

En tercer lugar, Salomón era conciente de que el pueblo sobre el cual estaba era el pueblo de Dios. No era un pueblo del cual podía disponer como quisiera, para hacer con ellos según sus propios criterios y deseos. Era un pueblo que había sido comprado por el Alto y Sublime. Debía ser cuidado y honrado, como hacemos con todo aquello que no nos pertenece. ¡Qué bueno sería que regularmente recordemos, como pastores, que el pueblo entre el cual hemos sido puestos no es nuestro, sino del Señor! Habrá un día en el que daremos cuenta de cada uno de ellos, hasta del más pequeño.

Por último, Salomón sabía que solamente podía llevar adelante su responsabilidad si Dios le daba los dones y las habilidades que precisaba para la tarea. No lo iba a poder realizar en sus propias fuerzas. Necesitaba ser revestido del poder de lo alto: «Concede, pues, a tu siervo corazón que entienda para juzgar a tu pueblo y para discernir entre lo bueno y lo malo». No aspiraba a tener fama, ni reputación, ni reconocimiento. Solamente deseaba las capacidades necesarias para poder agradar a su Dios.


Manuel Rivera

La crisis del justo




La crisis del justo    

Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para mí, hasta que, entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos. Salmo 73.16–17

El salmista estaba hundido en una crisis de fe que, seguramente, también ha tocado nuestras vidas en algún momento de nuestro peregrinaje. Quizás su depresión vino en momentos de una prueba intensa en su vida espiritual. Quizás se vio envuelto en alguna experiencia de sufrimiento y persecución, producto de su deseo de honrar a Dios. El hecho es que, fueran cuales fueran sus circunstancias personales, miró hacia la vida de los impíos y vio que era mucho más placentera y fácil que la de los justos. Los impíos no solamente son prósperos, sino que no hay congojas en su muerte. Su vigor es permanente y no tienen que esforzarse ni trabajar duro toda la vida, como lo hacen la mayoría de los mortales. Con una facilidad que tiene sabor a burla, «logran con creces los antojos del corazón» (Sal 73.7). Como si esto fuera poco, también se mueven por la vida con una arrogancia intolerable, haciendo alarde de su situación y despreciando a los que luchan día a día por subsistir.

¿Cómo no iba el salmista a entrar en crisis? Cuanto más meditaba este asunto, más indignación sentía. «¿Para qué tanto esfuerzo y tanta fidelidad, si estos otros logran una posición mucho más cómoda sin pasar por toda la angustia de los que intentan vivir vidas rectas y justas?» La medida de su propia inversión no justificaba los magros resultados obtenidos. Completamente frustrado, exclamó: «¡Verdaderamente en vano he limpiado mi corazón y he lavado mis manos en inocencia!» (Sal 73.13).

Seguramente, en algún momento, hemos luchado con sentimientos similares. En muchas ocasiones pareciera que no estamos logrando nada con nuestra devoción. Pasamos por los mismos tormentos y dolores que los impíos; sufrimos las mismas flaquezas y cometemos los mismos errores. Nuestros esfuerzos por honrar al Señor parecen no hacer más que añadir complicaciones a nuestras vidas. Nuestra honestidad es condenada por los demás. Nuestra santidad es objeto de burlas. Nuestro compromiso con el servicio está envuelto por reproches e ingratitud. ¿Quién de nosotros no se ha sentido tentado, en algún momento, a «tirar la toalla»?

La respuesta a nuestras dudas no se encuentra en la observación ni en el análisis de la realidad que nos rodea. Al contrario, al igual que el salmista, cuánto más lo pensamos más injusta nos va a parecer la vida que nos ha tocado. El salmista nos muestra el camino a seguir: entró al santuario de Dios. Allí, en la presencia del Señor, entendió que su perspectiva estaba seriamente limitada por su condición de hombre. Dios lo llevó a otro plano, el plano de las cosas eternales. Nuestras vidas no están limitadas a nuestro fugaz paso por esta tierra. Fue en ese momento que el salmista pudo entender «el fin de ellos» y vio cuán cerca estaba de una decisión fatal. Por esta razón exclamó, con gratitud: «casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos» (Sal 73.2). El Señor lo hizo volver del abismo.


Para pensar:
El salmo nos deja un importante principio. Los dilemas, las dudas y las angustias de esta vida se resuelven en presencia del Altísimo. ¡No se demore en buscar, como primera opción, su rostro!


Manuel Rivera

Hambre de Dios



Hambre de Dios

Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé. Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Jeremías 29.12–13
Este texto forma parte de una carta enviada por el profeta Jeremías a los judíos que vivían en exilio, en Babilonia. Habían surgido entre ellos los infaltables mensajeros del facilismo, los que decían que en poco tiempo estarían de regreso en Judá. Jeremías instruye al pueblo a que «eche raíces» en Babilonia, porque su estadía en ese lugar iba a ser prolongada. La profecía contiene, sin embargo, la afirmación que hoy forma parte de nuestra declaración, una promesa de que Dios será hallado por el pueblo cuando este deje sus costumbres religiosas y se dedique a buscarlo sinceramente, de corazón.
A pesar de su contexto histórico, es un texto que bien podría estar dirigido a la iglesia de nuestros tiempos. No es esta una referencia a lo mal que está el pueblo de Dios en esta época, sino un reconocimiento de la tendencia básica del ser humano hacia la experiencia religiosa. Por esto entendemos aquella lista de actividades que el hombre realiza a cambio de obtener el favor de Dios. No se trata de una relación con Dios, sino de un simple intercambio de favores. Nosotros cumplimos con las exigencias de la religión y el Ser Supremo nos otorga su bendición.
Esta manera de pensar no es característica de algún grupo en particular, aunque es más notorio en algunos que en otros. Tristemente, debemos reconocer que muchas de las actividades dentro de nuestras propias congregaciones tienen también estos matices. Nuestra pasión dura apenas lo que dura la reunión en la cual nos encontramos. Luego,
retornamos a nuestra vida de aburridas rutinas donde todo sigue igual.
«Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón». La frase lo dice todo. Existe una promesa de un encuentro con Dios que, nos atrevemos a pensar, podría hasta tener las connotaciones dramáticas de los encuentros que han tenido algunos de los grandes héroes de la fe: Abraham, Moisés, David, Isaías, Pedro, Pablo o Juan. Sin importar los detalles particulares de ese encuentro con el Señor, la profecía afirma que se terminarán los tiempos de imaginarse que estamos en contacto con Dios, de recurrir a complicadas explicaciones para demostrar que él está presente. La vida espiritual será otra, enteramente diferente, donde la experiencia con Dios lo llenará todo.
¿A quiénes se le concederá esta experiencia? A aquellos que lo buscan de «todo corazón». La frase descarta esas «búsquedas» que duran unas horas, o algunos días. Aquí se habla de la persona cuya pasión lo consume. Son los que «tienen hambre y sed de justicia». Es el clamor del salmista: «Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas» (63.1). Para estas personas está reservada una experiencia plena con Dios.
Pensemos en esto :
¿Dónde están, hoy, los que gimen por el Señor? ¿Dónde se encuentran los que no pueden descansar porque claman continuamente por una visitación de Dios? ¿Será que se demora el avivamiento que tanto anhelamos, porque aún no existe un pueblo suficientemente hambriento
Manuel Rivera